15 de diciembre de 2014

La visión del 19y20 desde el dilema actual en el mundo de los de abajo:


 ¿Democracia o partidocracia?

K.Raveli 2011 (Ezk. Iraulka '94 jatorrizkoa)
¿Puede ser llamado democrático el régimen político-institucional adoptado como modelo por las sociedades capitalistas modernas? ¿Es mejorable en sentido democrático? ¿Corresponde en alguna medida, en cualquiera de sus formas y aplicaciones, a un sistema de poder del pueblo, que es lo que realmente tendríamos que entender con el término de democracia? De entrada, sabemos por experiencia histórica que nunca han existido procesos de poder popular que hayan podido plasmarse de forma duradera por la vía del régimen parlamentario capitalista. Hablamos de procesos efectivamente controlados por colectivos de base y redes sociales con intereses de concreto e indudable carácter popular. La república española de 1936 o el gobierno de Unidad Popular de Chile de 1973 podrían ser dos ejemplos elocuentes para ilustrar como, por encima del régimen parlamentario, existen estructuras y mecanismos de poder dispuestos a invalidar con todos los medios un desarrollo o, simplemente, una utilización democrática, popular, de este modelo institucional. Es decir que, en los pocos casos en los que unos movimientos de amplio carácter social han llegado a alcanzar cualquiera de los niveles de poder teóricamente accesibles por vía electoral y parlamentaria (que se reducen, en definitiva, al gobierno institucional del estado y a una ocupación importante de los escaños parlamentarios, generalmente solo en las cámaras bajas), el sistema general no los ha aguantado por mucho tiempo. En pocas palabras, no parece que se trate de un régimen que esté pensado para responder a las exigencias de procesos políticos con características radicalmente populares, de poder real, efectivo, por parte de las mayorías sociales de un país. 

Entonces, ¿si el régimen parlamentario no es realmente una democracia, qué es? ¿Es posible plasmar un modelo íntegramente democrático, con todas sus consecuencias? ¿Es planteable una democracia real, entendida en su sentido lógico y natural de poder del pueblo, es decir: de poder popular absolutamente profundo y general? Vamos a intentar responder a estas preguntas, ofreciendo de forma sucinta algunos de los múltiples elementos que pueden ilustrar la mistificación democrática del régimen parlamentario. Procuraremos señalar al mismo tiempo algunos caminos interesantes para un realizable desarrollo democrático de una civilización socialmente avanzada.

Estos son los argumentos que vamos a tocar:  Los partidos  El poder local  El derecho  La democracia entendida como proceso permanente  La dialéctica mayorías-minorías  La representatividad  Las votaciones y las elecciones  El concepto de poder  La ética social

Los partidos. 
Los partidos son las estructuras políticas portantes, indispensables e insustituibles del modelo parlamentario. Por lo que a éste se le denomina a veces partitocracia. Casi todos los engranajes de funcionamiento y control interno del régimen se plasman ahora a través del juego de los partidos. Un juego que forma una pantalla-espectáculo en continuo movimiento, casi impenetrable – para lo que llaman el "ciudadano" común - al reconocimiento de los verdaderos mecanismos autocráticos de todo el sistema. Nadie puede negar que, en general, tratamos de formaciones estables que se rigen con estructuras y procesos que de ninguna manera se pueden definir democráticos. A pesar (¿o justamente?) porque juegan sobre discursos ideológicos que en realidad recubren casi siempre intereses de índole bastante diferente, y hasta opuesta, a estas ideologías, éticas e ideas profesadas (socialistas, liberales, populares o populistas, nacionalistas, cristianas, fundamentalistas, sionista, de derechas, de izquierdas, centristas, demócratas, socialdemócratas, republicanas, monárquicas, progresistas, conservadoras, etc.). En lo esencial, estos intereses corresponden a los de sectores más o menos amplios de titulares del poder real, el económico, y que por este poder pragmático y efectivo tienen la posibilidad de utilizar o condicionar a los partidos. Es lo que vemos con los impresionantes gastos electorales, accesibles sólo a algunos de ellos. Un vasallaje económico ya casi normalizado, a pesar de que resulte antagónico con esas ideologías, conceptos y lenguajes utilizados en programas, propaganda, discursos parlamentarios y debates en los mass media. Las estructuras de todos los partidos suelen ser muy rígidas y prácticamente infranqueables para los simples militantes de base, sobre todo cuando éstos no se adecuan a esta ambivalencia entre discursos y prácticas reales. Sus mecanismos de organización se caracterizan, en general, por una sumisión jerárquica a decisiones adoptadas en círculos restringidos. Por lo tanto, prácticamente secretas como las cuentas de su gestión, por lo que concierne los datos más sensibles.
Decisiones transmitidas después de forma burocrática de arriba abajo, favoreciendo muy a menudo el clientelismo-amiguismo y hasta el nepotismo, por lo tanto con la manipulación y desactivación controlada de todo debate crítico y franco. Sus "congresos" y "asambleas", en lo que concierne las resoluciones de fondo, son verdaderas parodias de un debate democrático, cuando no simples representaciones de imagen y propaganda para la galería mediática. Por otro lado, no hay prácticamente ninguna posibilidad de participar en algún nivel de actividad del régimen (elecciones, representaciones, administración, gobierno, judicatura, etc) sin pasar por un partido. Las demás expresiones sociales (organismos y movimientos populares, por ejemplo) o bien se someten a esta lógica, o bien tienen que desarrollar procesos externos y hasta desestabilizadores para poder lograr una incidencia políticoinstitucional. Dicho de otra forma, las puertas oficiales quedan cerradas a cualquier impulso o estímulo directo que sea realmente crítico - colectivo o individual - y dirigido directamente hacia cualquiera de los mecanismos político-institucionales del régimen. Los partidos interpretan los intereses del pueblo - así se afirma – sobre la base de una determinada ideología o línea ideológica, y los transforman en presunta o real – pero siempre condicionada – representación fundada en mayorías y minorías electorales y parlamentarias, apoyada por discursos ofrecidos en la conocida y muy controlada escena mediática. Es decir, que los institucionalizan en un lugar que llaman de representación de la voluntad popular, pero donde todas las decisiones, después de un recorrido tan condicionado, raras veces responden realmente a las necesidades sociales originariamente reconocidas. Ese mismo juego de mayorías y minorías - que se nos presenta como manifestación y plasmación de democraticidad y representatividad del parlamento – está totalmente sometido a la dinámica interna de estas instituciones y, sobre todo, al poder real de otros factores de poder, en su mayoría económicos, a través de grupos de presión (por ejemplo las famosas lobbies de presión parlamentaria) y otras articulaciones y dispositivos oligárquicos. Algunos oficiales y reconocidos; otros mucho más discretos, como se suele decir. Sea de carácter nacional, estatal o supranacional. Sin olvidar el poder mediático y, ahora cada vez más predominante, la producción y utilización mediática de encuestas, sondeos y otros artefactos manipuladores de la ciencia sociológica dominante. Por supuesto, hoy tenemos que incluir en el modelo parlamentario este protagonista determinante en manos del poder económico: los mass media, decisivos para condicionar mejor a la misma partitocracia, y desde donde se deconstruye y manipula de forma muy sofisticada las contradicciones entre intereses populares y discursos políticos. Sin embargo, entramos ahí en otro terreno, el del llamado cuarto poder, que habrá que tratar a parte. 

El poder local. 
Existe un único marco social privilegiado y natural donde es posible una democracia directa y permanente. Es decir, un poder popular física y materialmente coherente y transparente: el marco local, municipal, barrial... de la organización política. Un ámbito físicamente cercano y conocido por toda la comunidad. Por supuesto, las tecnologías de información y comunicación de utilización libre y horizontal pueden extender una parte de estas calidades, condiciones y premisas de democracia directa; hasta en el conocimiento personal y en la cercanía ambiental, bajo determinadas condiciones. No permiten, sin embargo, la vivencia biorregional completa y personal, necesaria para llenar hasta el fondo de contenido humano, natural, los procesos democráticos, representados, por ejemplo, por sus apogeos asamblearios. En cualquier caso, el régimen parlamentario ha llegado a expropiar, prácticamente en su totalidad, esta capacidad y posibilidad de autonomía y de gestión democrática de estos marcos locales, en los que es realmente posible un proceso de democratización general. Esta es la prueba más categórica de ausencia de democracia. Esta expropiación ha sido ejecutada, en primer lugar, encajando a los ayuntamientos en el último eslabón del poder administrativo e institucional, con las correspondientes leyes reguladoras. Por otro lado, anulando toda posibilidad de desarrollo político municipal, al imponer el partidismo estatal (o regional) como único modelo y vehículo de participación también en el marco local. El sistema parlamentario ha invertido el sentido del flujo cívico desde el origen de su formación y desarrollo en los municipios, encauzándolo hacia los marcos nacionales y estatales del poder: por encima de todo se pone la institución estatal, con su dinámica política y parlamentaria centralizada.

Por lo tanto, el presupuesto y la administración del estado, de la justicia y de la fuerza (en definitiva las necesidades del poder de estado), determinan la actividad de todos los mecanismos del régimen, mientras que los marcos donde es posible la democracia directa, los procesos cívicos realmente democráticos, resultan ser una especie de apéndice de tercer nivel, subsidiaria y de absoluta dependencia económica (presupuesto, hacienda, etc.), institucional, judicial, etc. Esto tiene su lógica si pensamos que el sistema socio-económico del que es parte integral el régimen parlamentario depende, a fin de cuentas, del poder y de las estrategias de unas minorías muy restringidas (e, incluso a veces, desconocidas): las que detienen el poderío económico, en todas sus formas, y que a través de sus resortes pueden controlar todos los demás poderes centralizados (mediáticos, políticos, institucionales, judiciales, culturales, militares, científicos...) y que, por esta razón, necesitan impedir por todos los medios, que pueda generarse y legitimarse algún tipo de descentralización y autonomía real de los marcos locales, ahí donde sea posible un poder popular efectivo.
En definitiva, es evidente que en los municipios es mucho más fácil realizar una concepción de democracia al margen de los macropartidos y de los grupos de presión mediático-oligárquica, considerando que serían los movimientos populares los que podrían expresar directamente, sin mediaciones burocráticas, centralizadoras y homologantes, las necesidades e intereses populares. Sin necesidad de recurrir a instituciones ideológicas como los partidos, o como determinados movimientos sociales estructurados a nivel nacional o estatal. Una concepción democrática, donde la participación es directa y se establece sobre la base del potencial y disponibilidad de cada ciudadano, con un seguimiento, control y posibilidad permanente de revocación de los representantes (conocidos y observados por todos en su quehacer social), se funda justamente sobre movimientos populares de nivel local, tan activos como intermitentes según necesidades y condiciones objetivas y naturales. Entonces, hablamos por supuesto de una concepción de poder al margen de las ideologías, fundada en intereses concretos de los diferentes sectores sociales, de la biodiversidad y de la cultura de cada comunidad; donde organismos y movimientos de base son los vehículos principales de la voluntaria actividad cívica, social, institucional y cultural. Es decir, la actividad política. 
Cuando hablamos de construcción nacional, de poder constituyente y de democracia (o de biodemocracia), tendríamos que invertir la lógica parlamentarista. Una lógica que traslada la política hacia el juego mediático y partidista de las minorías/mayorías estatales-nacionales, y de la formación mediática de la opinión pública; un juego centralista y homogeneizador a todos los efectos. Casi siempre negativos, desde una ética y una cultura realmente democrática y biorregional. 

Al contrario, en una sociedad democrática real, el poder local y después las confederaciones de poderes locales, tendrían que ser la base de la dialéctica política y de cooperación nacional, con todas sus lógicas premisas y consecuencias
1.       Autonomía económica, control y gestión fiscal local, con substitución del principio de centralización nacional con los principios de solidaridad, cooperación y confederación entre municipios y regiones; 
2.       Autonomía cultural e implementación de la biodiversidad y riqueza regional como marcos fundamentales de referencia; 
3.       Autonomía administrativa, instaurando verdaderos servicios cooperativos nacionales o regionales para todos los sectores de actividad. Unos servicios que sean subordinados a las necesidades municipales y de cooperación inter-municipal para el estudio, la planificación y la gestión de todos los campos de actividad. 
Es decir, centralizando una logística de base, de servicios generales, y descentralizando los marcos de decisión/utilización, siguiendo el principio de solidaridad cooperativa regional en todos los campos posibles. También en lo económico, social, cultural, de seguridad, etc. según se desarrollen los respectivos procesos democráticos. Así podemos también facilitar la superación de la vieja concepción del estado como marco totalizante y excluyente de la administración pública, como ámbito exclusivo de respuesta a las prerrogativas y necesidades ciudadanas básicas y, naturalmente, como absoluto gestor y normalizador de la actividad cívica. Como corolario de esta genuina concepción democrática, hay que hacer hincapié una y otra vez en la valorización de los movimientos populares y colectivos de base como ejes elementales y naturales de la actividad social, no únicamente en el nivel local, sino también regional y nacional. En realidad, el régimen parlamentario más parece una sofisticada construcción legal y política para inhabilitar y reducir a su mínima esencia los que tendrían que ser los protagonistas reales del poder popular, de la democracia: los movimientos y los organismos populares, los colectivos y todas las iniciativas grupales de base, ligadas a expresiones y redes sociales naturales, concretas y asambleístas. 

El derecho. 
Por supuesto, el "derecho" se ha convertido en el gran tótem del régimen parlamentario. 

Un tótem tan arraigado que, a pesar de una realidad diaria que nos revela la impresionante corrupción o degeneración ética de la justicia institucional, casi nadie se atreve a contestar radicalmente, en su esencia y ética material, real. Que encubren valores e ideologías virtuales o Más que un tótem se ha vuelto un verdadero tabú, este pilar del régimen parlamentario y del dominio de clase. Sobre todo si hablamos de casi todas las estructuras judiciales y legales y de los demás mecanismos y artificios generados con y por el derecho positivo, con sus ritos, lenguajes y costumbres incrustadas en aparatos descomunales e impenetrables al ciudadano, El "Estado de Derecho" es la gran coartada del régimen. La mitificación y mistificación del "derecho positivo" ha llegado a niveles tan increíbles que casi nadie se atreve a poner en cuestión a este rey ya casi del todo desnudo. Y no sólo en regímenes tan degradados como el español, donde la tortura es todavía un instrumento de acción judicial, política y social. De hecho, el derecho positivo es el producto y la expresión tan integrada como sofisticada de la ética y de los intereses de unos poderes fácticos, esencialmente de naturaleza económica, que determinan qué tenemos que pensar - por medio del control educativo, mediático y cultural -, a través de quienes tenemos que hacer representar nuestros presuntos intereses - unos partidos más o menos dirigidos económicamente -, y cómo tenemos que participar, sólo muy puntualmente, en los mecanismos del régimen parlamentario: con un sistema electoral gravemente manipulado. En la teoría dominante, el derecho positivo se describe como una serie de normas queadquieren su legitimidad a partir de lo que denominan "soberanía popular" y “contrato social”.

Es decir, un instrumento de normalización y que rige en la práctica la totalidad de los comportamientos sociales, y cuyos incumplimientos suponen el uso de la coacción por parte de las instituciones legitimadas por esa 'soberanía'. Un contrato interclasista impuesto, luego una soberanía inexistente, si no es con la coerción cultural de una bien determinada tradición clasista, determinada por un sistema económico muy sólidamente establecido. Un planteamiento democrático tiene que desarrollar una concepción diferente del derecho, de la ley, de los reglamentos y de las normas, superando las categorías éticas y culturales sobre las que se apoya actualmente. Rompiendo la dinámica homogeneizadora de la normalización y de la leificación, que todos padecemos por educación y por presión cultural.

Es necesario poner en marcha un serio trabajo colectivo de crítica radical al derecho llamado positivo. Sólo el movimiento ciudadano asociativo, con su dialéctica de trabajo popular ligado a un permanente debate ético y social, puede generar formas de reglamentación activa y pasiva que sirvan para generar y afianzar un desarrollo democrático. Por lo tanto, hay que hablar de la necesidad de un derecho crítico, de una reinstrumentación de la jurisprudencia en función de la participación ciudadana, enfocada al desarrollo cultural y bioregional, y a una socialización de la riqueza, de los bienes comunes, hacia una perspectiva cooperativa general de toda la actividad humana. La productiva y económica, en primer lugar. Estos tienen que ser los motores de la evolución del derecho, invirtiendo radicalmente las posiciones y el sentido de los procesos sociales con relación al mismo concepto de derecho, y superando las realidades actuales de coacción y normalización social. Un trabajo creativo que es posible únicamente si una ética social se establece por encima de los valores y lenguajes propugnados por las minorías que deciden y controlan el desarrollo actual de la sociedad. Desde unos principios democráticos, sólo es posible una dialéctica de derecho crítico y transitorio, en permanente evolución según el desarrollo de la sociedad, que garantice los logros éticos y sociales alcanzados en cada etapa de participación y confrontación cívica entre movimientos populares. Por eso entendemos la democracia como indispensable y permanente proceso de desarrollo de formas y contenidos del poder popular. Hablamos de una evolución de fondo y no superficial, asumiendo además que las reuniones populares, las asambleas, pueden participar en la legitimación y gestión de los procesos jurídicos, sobre la base de reglamentaciones regionales transitorias, apoyadas en formas de consenso mucho más definidas de la actual imposición cultural dominante sobre el concepto de derecho. Además, tenemos que asumir que la idea de un derecho crítico se funda también en los principios de la diversidad biorregional. Es decir, adecuado no sólo a todos los géneros humanos, sino al ecosistema y a todas sus necesidades. Podríamos hablar de biodemocracia, para el día en que se circunscriban algunos intereses de las sociedades humanas respecto a las exigencias del ecosistema.

En efecto, la democracia solamente es posible si parte del concepto de diversidad biorregional. Por lo tanto, una razón más para que la democracia se conciba en primer lugar a partir de los marcos sociales locales, de las diversidades biorregionales más reducidas, para relacionarse, confederarse o cooperar en colectivos humanos y biorregionales más grandes, en la medida en que los intereses de estos conjuntos más amplios puedan admitir prácticamente su coordinación democrática con la autonomía de las anteriores. La democracia como proceso, perspectiva, discontinuidad. No es posible un modelo o estado de democracia estable, institucionalizada, como se nos hace creer en el caso del régimen parlamentario. Sobre todo después del gran tumbo del capitalismo de estado en el Este europeo. La democracia es, por principio, un proceso social, y luego institucional, en permanente desarrollo y profundización. O no es democracia. 

El Estado de Derecho positivo capitalista está en las antípodas de los principios democráticos también por esta razón: cierra en vez de favorecer la dialéctica social, los movimientos populares y sociales, y el desarrollo del poder popular. Si no sabemos entender la democracia como un proceso discontinuo de puesta en cuestión de los niveles, estructuras y sujetos de poder que se van formando en cada etapa del desarrollo social (sociodinámica), terminaríamos dando crédito a la necesidad de asentamiento de nuevos tipos de regímenes autocráticos y plutocráticos, de poder vertical. La democracia es el discontinuo juego de poder entre sectores populares, clases e individuos, sobre la base de la expresión y confrontación ética de sus intereses, necesidades y deseos. A cada nivel de la evolución humana (económica, tecnológica, cultural...) se tienen que formar nuevas composiciones y dialécticas de poder popular, de repartición de tareas sociales, de representatividades y de derechos. En cada conjunto biorregional y en cada etapa histórica pueden existir formas muy diferentes de agregación y movimientos populares, con fenómenos asamblearios, de debate y consenso no votocrático, que pueden representar las máximas expresiones de una colectividad. En pocas palabras: sobre la base de la confrontación cívica "de baja intensidad", del consenso, cuando no hay obstáculos y cadenas como las que padecemos ahora. Por esta razón también la piedra angular de la democratización es el poder local. El régimen parlamentario no es democrático, justamente, porque encubre la institucionalización de niveles y grados muy violentos - aunque solo sea simbólicamente - de poder fáctico, oculto; excluyendo del juego del poder real a las grandes mayorías (físicas, cuantitativas y cualitativas) de los pueblos. Cualquier sociedad que se relaciona con las demás está en permanente evolución, aunque en su interior no se enciendan dinámicas intensas de desarrollo político. Por lo tanto, no es posible que una determinada fórmula de, como afirman, contrato social, se pueda institucionalizar establemente, y menos aún por largos períodos de tiempo (Constitución, Estado de Derecho, Derecho Positivo y Jurisprudencia, todos prácticamente inamovibles, con sus respectivas estructuras judiciales burocráticas que retroalimentan la reproducción de sus modelos, principios, éticas, lenguajes, morales y métodos de trabajo). 
Al contrario, la dialéctica democrática - fundada en el poder municipal como motor y como garantía de cualquier democracia 'nacional' - tiene que estar abierta a la crítica permanente, a la frecuente reflexión sobre sí misma, que es lo que en realidad constatamos a menudo en los movimientos populares más vivos, siempre en búsqueda de nueva formas de participación social, de activación de alianzas y convergencias sociales, de representatividad muy controlada, de mayorías de consenso social real... Es lo que en otras ocasiones lo hemos llamado con el término de sociodinámica, para identificar una disciplina del trabajo social concreto, engarzado sobre la reflexión democrática permanente y global. 

La ética social. 
La capacidad de supervivencia y desarrollo de una civilización y de su correlativo modo de producción se puede evidenciar con la capacidad de adaptación de la ética dominante – de las clases dominantes - frente a la superación social internacional de valores fundamentales que han dominado hasta entonces en su propia formación social. 
Sin embargo, no tenemos que caer en el error de pensar que los cambios de valores y creencias, y las modificaciones del sistema ético general, son las causas de los cambios civilizatorios. Esencialmente, se trata del aspecto cultural determinante de los cambios materiales muy concretos y profundos que se verifican en el desarrollo de todo el sistema. Cada civilización, cada modo de producción, tiene unas claves de desarrollo, o unas contradicciones - principalmente centradas en la relación entre el trabajo, la propiedad y la reproducción - que pueden modificarse cualitativamente por diferentes razones. 
Así se explican todas las transiciones a sucesivos modos de producción, todas las revoluciones y todos los cambios y modificaciones civilizatorias, desde que el denominado homo sapiens sapiens ha desarrollado una cierta preponderancia sobre una parte de la naturaleza y ha empezado a evolucionar desde la original dimensión espacial hacia las demás. Ahora hemos entrado socialmente en la dimensión informacional, y procedemos hacia el conocimiento y control colectivo de la dimensión energética, habiendo ya asumido – en los sectores más avanzados de la sociedad - que es necesario liberar todas las dimensiones de la vida, del dominio de unas minorías que, todavía, mantienen su poder con el control del tiempo social – en el trabajo, para empezar - y del espacio, a partir de la apropiación de los bienes comunes. Este razonamiento puede explicar, por ejemplo, el fracaso histórico de la revolución soviética. Una revolución que pretendía sustituir el capitalismo con una transición hacia el comunismo (así se define 'científicamente' el socialismo marxista: el proceso de transición hacia un comunismo).Un fracaso explicable por el hecho de que no es suficiente una nueva teoría social y una reorganización del modo de producción (con nuevas ideologías, una nueva forma estado, y hasta una nueva moral pública - la de la emulación socialista, de la colectivización, del laborismo socialista y de la solidaridad política como ideología, etc. -), si no existe realmente un cambio profundo de la estructura ética de la sociedad. Es decir, de sus valores fundamentales, como la propiedad y el trabajo. O, en el caso de que este cambio profundo ya se esté manifestando de algún modo, cuando no se consigue generalizarlo, extenderlo, y profundizarlo socialmente. Como en el caso de la propiedad, que se mantuvo en ese caso ligada a procesos de poder exclusivos y autoritarios, por lo que también se denomina la experiencia soviética de capitalismo de estado. Precisamente, la derrota política de las aplicaciones marxistas "ortodoxas", del leninismo ideológico, del estado soviético y de casi todos los procesos revolucionarios o pre-revolucionarios que se han pretendido deudores de teorías marxianas, es debido en gran parte a la incapacidad de romper la ética dominante en temas tan centrales como el trabajo y el ocio, el tiempo y la información, la reproducción social, el desarrollo personal, la libertad, la democracia... 

Una de las razones del agotamiento de la ideología socialista soviética es que, a pesar de fundarse sobre una teoría anticapitalista del trabajo muy desarrollada, ha reproducido valores esenciales del trabajo capitalista. Asumiendo en el fondo la coordenada del tiempo - tiempo de trabajo en este caso - no como nueva dimensión social, colectiva, sino de apropiación y dominio productivista de manera parecida al capitalismo mercantil liberalista. 
Un valor clave para el desarrollo del modo de producción capitalista, el valor del trabajo dependiente, ha sido homologado casi integralmente por el socialismo soviético, y hasta por el mal llamado "marxismo ortodoxo", o el denominado "comunismo" de los diferentes partidos comunistas. Hablamos de unos políticos y teóricos sociales que se han presentado como mentores de la superación del capitalismo, y que al mismo tiempo han aceptado - y hasta exaltado - unos valores y dimensiones fundamentales del mismo. 

En cualquier civilización existen las premisas de una superación ética, de sus valores fundamentales. En el ámbito individual, para empezar, siempre se registra la posibilidad de llevar adelante un proceso autocrítico que permita superar las ideologías dominantes, desarrollar teorías críticas originales y formarse una concepción ética antagónica o radicalmente diferente de la ética dominante. Sobre la base del proceso real de desarrollo social. También es posible en el ámbito colectivo, dando lugar a corrientes sociales - generalmente marginales y marginadas - que proponen modos diferentes de establecer relaciones sociales, culturales y, naturalmente, de producción. Por supuesto, un cambio civilizatorio real, sólo es posible cuando se desarrollan y profundizan las contradicciones, hasta producir o revelar, precisamente a partir de esta nueva realidad social, unos nuevos valores, que se puedan desplegar de forma extendida y profunda. En realidad, habría que decir lo siguiente: sólo es posible cuando los nuevos valores, y los correspondientes cambios de fondo en la estructura ético-social, asumen una evidencia, conciencia y praxis colectiva de tal magnitud, que consiguen romper (superar) las tendencias a su utilización y adaptación mimética, superficial y camuflada, por parte del poder dominante. O una transición regulada sobre sus principios, y entonces sin revolución desde una civilización a otra más desarrollada, con cambios sí, pero esencialmente continuista de la anterior. Sin mutaciones dimensionales, podríamos decir en términos más avanzados. 
Hoy sin embargo, en esta sociedad tardocapitalista, se han desarrollado tan a fondo las contradicciones fundadas en los valores tradicionales de su modo de producción, que posiblemente se nos plantee otra perspectiva que no sea una simple nueva regulación o normalización. Para sectores sociales importantes, los más jóvenes en particular, valores tan fundamentales como el empleo y el trabajo asalariado, es decir el laborismo (socialista inclusive), la familia nuclear y el patriarcado, la ideologización religiosa o el militarismo clásico, etc. están entrando en una crisis profunda que imposibilita una adaptación del modelo productivo y reproductivo. Lo que indicaría la oportunidad de sacar hacia el consciente colectivo estos procesos sumergidos, para vislumbrar las tendencias radicales de un necesarios cambio civilizatorio.

En realidad, es lo que está empezando a verificarse con la progresiva vivencia o percepción de la dimensión informacional, cada vez más libre del dominio autoritario. Estamos posiblemente entrando en una verdadera fase de mutación dimensional o, como otros afirman, de nuevos fenómenos de empatía social. El "sistema" mismo, con sus intelectuales orgánicos reformistas, tiene que buscar continuamente nuevas soluciones para la organización del trabajo, de la familia, de la formación y de las instituciones, para mantener un nivel de desarrollo aceptable para las exigencias de su reproducción. Y para garantizar la autarquía institucional que más le conviene: el régimen parlamentario. Con todas sus artimañas de participación. La cultura "única" tiene cada vez más dificultades para "explicar" e integrar los cambios profundos que percibe y registra en las entrañas del modelo. La ética y las morales homologadas no encuentran formulaciones y estructuraciones suficientemente fuertes como para responder a las crisis individuales y colectivas que aparecen cada vez con más frecuencia y virulencia. Mientras, el sistema intenta responder de forma clásica, con medicalizaciones masivas, por ejemplo, desarrollando un sistema farmacéutico monstruoso, cada vez más descontrolado y mercantil, fundado en el control cultural, sobre todo del sistema mediático. 
Sin embargo, estas nuevas derivaciones ideológicas y culturales, no consiguen plasmarse de forma innovadora y con fuerza suficiente para encauzar las energías sociales, sobre todo juveniles, de las sociedades metropolitanas y periféricas. Justamente por esto, es el momento de tomar más conciencia de que el desarrollo ético y cultural de una colectividad está íntimamente ligado a un proceso de aceleración democrática, del poder popular. Por supuesto, la cuestión del poder - que es la esencia de la cuestión democrática - tiene un papel central en la estructura ética de un pueblo, como podemos constatar en los momentos insurreccionales. Al plantear la reapropiación del concepto y del valor de democracia, se genera un fermento ideológico y teórico que puede desencadenar fenómenos de recomposición y fermentación ética en toda la sociedad. Una recomposición tan potente como para permitir la resistencia y superar ofensivas policiales, militares o mediáticas muy virulentas. El concepto de democracia tiene su sentido más constructivo, precisamente como asunción y desarrollo tan radical como permanente de todos los principios ético-sociales. Unos principios específicos en cada pueblo, cultura y conjunto biológico general. Principios de justicia social global, tan libertaria como ecológica, sometidos permanentemente a la crítica activa, siempre necesaria en todos los niveles de organización colectiva. 
Todo lo contrario de las ideologías de recuperación hacia el marco del parlamentarismo con todos sus engañosos sucedáneos participativos, que miran en el fondo a conservar y encubrir las características propietarias, productivas explotadoras, mercantiles y consumistas del modelo. El debate ético y teórico, permeado en el trabajo social y en la confrontación de los movimientos sociales, tiene que ser el tercer pilar del desarrollo democrático. También cuando esta confrontación - en momentos transitorios y singulares del proceso democrático - se tuviera que basar sobre expresiones muy fuertes y radicales de autodeterminación social o de poder popular.
Porque esto también puede corresponder, por supuesto, a un proceso democrático y a una ética social.

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